Recuerdo este paseo en bicicleta
con la exactitud de un reloj atómico. Me perdí, tenía todo el tiempo del mundo
para volver, había anochecido. Las noches en los pueblos de holanda no son
arriesgadas. Todos están en casa, cenados. Yo daba vueltas en círculo, retrocedía
sobre mis pedaladas, volvía a perderme, pero la sonrisa no desaparecía. La
noción del tiempo cambia cuando dejaste el reloj de pulsera en la mesilla de
noche, ahí comienza el verdadero viaje.
Al toparme con las luces de las
bicicletas de los lugareños, me fijaba en sus pedales, más naturales, casi sin
esfuerzo y les sonreía. Ellos devolvían la sonrisa.
Ahora siento que me acerco a ése
estado de ánimo que me proporciona viajar y se me quita el sueño, me deslizo en
pensamientos, recuerdos, instantáneas realizadas… pero esta vez con una
sensación de vacío, la de escarbar raíces echadas, la de la mirada atrás, es
extraño.
Me vienen a la mente los pájaros de Juan Ramón Carneros y una viñeta que se viene conmigo:
“No hay vuelo ni viaje
que no suponga al mismo tiempo
una pérdida y un conocimiento”